Multas por revolver contenedores: ¿orden urbano o criminalización de la pobreza?

El Ejecutivo porteño implementó recientemente una medida que generó controversia: se impondrán multas de hasta $900.000 a aquellas personas que sean sorprendidas revolviendo basura en contenedores y generando suciedad en el espacio público. La disposición, impulsada por el jefe de Gobierno, Jorge Macri, y ejecutada por la Policía de la Ciudad junto al Ministerio de Seguridad, apunta a “recuperar el orden y la limpieza en Buenos Aires”. Sin embargo, bajo la superficie normativa, emerge un interrogante de fondo: ¿qué ocurre cuando quien remueve residuos lo hace por necesidad extrema?
Según el artículo 94 del Código Contravencional de la Ciudad, se sanciona a quienes “ensucian o dañan bienes públicos o privados”, con multas o trabajos comunitarios que pueden extenderse hasta 15 días. Las penas económicas van desde 81 hasta 1.217 unidades fijas, lo que equivale, al valor actual ($731,62 por unidad), a un rango de entre $59.260 y $890.544. La penalización se duplica si la infracción se comete desde un vehículo o involucra elementos de valor patrimonial, como monumentos, escuelas o centros religiosos.
Como medida inicial, la normativa prevé que, si alguien es detectado removiendo residuos, se le exigirá ordenar y limpiar el sector intervenido. Si se niega, entonces se aplicará la correspondiente infracción. El secretario de Seguridad, Maximiliano Piñeiro, explicó que no se realizarán operativos masivos, sino que se incorporará este control al patrullaje habitual de la policía.
Contenedores “inteligentes” y zonas críticas
En paralelo, la Ciudad instaló 7.000 nuevos contenedores antivandálicos. Estos modelos incluyen tapas con resorte y un sistema de carga tipo buzón, que permite arrojar basura, pero dificulta su extracción. El diseño, además, evita que personas puedan ingresar al interior o sacar objetos, al tiempo que reduce el riesgo de derrames o desbordes.
Esta renovación forma parte de una estrategia más amplia orientada a preservar la higiene urbana, especialmente en zonas identificadas como conflictivas por su alta frecuencia de daños o acumulación de residuos. De hecho, entre enero y junio, se reportaron más de 25.000 incidentes de vandalismo contra los 33.045 contenedores instalados en la Ciudad, lo que representa un promedio de 4.200 casos por mes.
El sistema de recolección domiciliaria opera entre las 19 y las 21 horas (domingo a viernes), y existen mecanismos como el chatbot BOTI o la línea 147 para coordinar el retiro gratuito de residuos voluminosos. Comercios gastronómicos, por su parte, deben embolsar correctamente sus desechos y respetar normas específicas para su disposición.
Críticas, dilemas y preocupaciones éticas
Pese a que desde el oficialismo se presenta como una política de orden y convivencia, diversos sectores sociales y organizaciones de derechos humanos alertan sobre una posible criminalización de la pobreza. La crítica central radica en que quienes hurgan la basura, generalmente, lo hacen en contextos de vulnerabilidad: buscan comida, materiales reciclables o algo para revender.
Desde Amnistía Internacional Argentina, por ejemplo, denunciaron que este tipo de normativas refuerza la estigmatización y no resuelve el núcleo del problema. “No es una elección, es consecuencia directa del hambre y la exclusión. Multar a alguien por buscar entre los residuos equivale a castigar la marginalidad”, expresaron desde la organización.
Tampoco está claro qué ocurrirá con quienes no puedan afrontar las multas impuestas. ¿Serán detenidos? ¿Se transformarán las sanciones en antecedentes penales? El propio Código Contravencional contempla trabajos comunitarios como alternativa, pero no especifica cómo se manejarán estos casos en contextos de indigencia estructural.
Entre el rechazo vecinal y la tensión institucional
Algunos residentes de barrios afectados por el desorden celebran la medida: aseguran que muchas veces los contenedores aparecen desbordados, con bolsas rotas y restos esparcidos. La intervención policial, en estos casos, busca restituir una sensación de orden que —según los vecinos— se había perdido.
En contraste, voces críticas en la Legislatura y dentro del ámbito académico advierten sobre el uso desmedido del aparato policial para fines administrativos. “La fuerza pública debería enfocarse en prevenir delitos, no en vigilar contenedores”, señaló una legisladora opositora.
En redes sociales, circularon videos donde se ve a efectivos increpando a personas en situación de calle, exigiendo que limpien la basura removida. La escena, aunque ajustada a la norma, despertó una oleada de cuestionamientos por su tono autoritario. En uno de los registros, un oficial le grita a un hombre: “Si querés hacer mugre, hacelo en tu barrio. Acá no lo queremos”.
Una medida que abre un debate más amplio
Lo que parece, a primera vista, una política de higiene urbana, en realidad expone con crudeza la tensión entre la estética del espacio público y la realidad socioeconómica de miles de personas.
La frase repetida desde el Gobierno —“El que ensucia, limpia o paga”— resulta efectiva como consigna, pero peligrosa si se convierte en política sin matices. Castigar el hambre y la informalidad sin acompañamiento social puede derivar en mayor exclusión, no en una ciudad más limpia.
Además, se enmarca dentro de un giro político más amplio en CABA: en los últimos meses, se eliminaron subsidios al transporte de cooperativas de cartoneros, se desmantelaron ocupaciones sociales y se endurecieron controles en villas y espacios públicos. En ese contexto, las nuevas multas se interpretan también como una señal de control político hacia los sectores más precarizados.
Garantizar una ciudad ordenada es, sin dudas, un objetivo legítimo. Pero la forma en que se ejecuta ese orden revela prioridades y límites éticos. Multar a quienes buscan sobrevivir entre la basura puede mejorar la estética urbana, pero difícilmente contribuya a una sociedad más justa.
Una política pública verdaderamente inclusiva no solo debería sancionar el desorden, sino comprender sus causas y atenderlas desde una perspectiva humana. Porque, al fin y al cabo, ningún contenedor limpio vale más que una vida digna.